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CUMBRES BORRASCOSAS


“Benvolgut…” (Manel)

“…Atravieso otra montaña, y tu recuerdo me acompaña…"

(Extremoduro)

Las estaciones de metro, tren y autobús empezaban a formar parte de mi vida, al igual que la mochila y la cámara de fotos. Con la curiosidad y la emoción intacta y la sensación de empezar a no sentirme de ningún lugar en particular, después de algo más de 10 días de vacaciones en el sur, decidí volver al norte haciendo escala en varios sitios antes de llegar a Marsella. El presupuesto no me daba para mucho, pero la parada ya la tenía decidida con antelación: Gerona.

Mi madre y mi hermano me acompañaron a la estación de Antequera para coger un tren hasta Granada, donde me esperaba mi amigo Manu. Dejé la maleta en su casa y salimos a recorrer los rincones de la ciudad mientras nos contábamos nuestras cosas, como ya hacíamos casi a diario cuando nos conocimos 2años atrás.

Como toda visita obligatoria a Granada, nos fuimos a tapear al centro. Después, caminamos hasta la casa de Manu para coger mis cosas e ir a la estación. El tiempo se me echaba encima y tuve que salir corriendo con la maleta y la mochila a cuestas como hiciera más de una vez durante la experiencia de voluntariado. Casi pierdo el autobús. Llegué justa para dejar la maleta y picar el billete.

Me esperaba un viaje de unas largas 14 horas. No recuerdo las veces que cambié de asiento para intentar ir lo más cómoda posible, ya que cuando llegara a Barcelona, debería esperar unas 2 horas en la estación hasta coger otro autobús rumbo a Girona.

Llegué al albergue, dejé la maleta, tomé una ducha, compré el desayuno y volví a tomar un autobús más hasta Castellfollit de la Roca. Pregunté a la conductora algunas dudas que tenía sobre la ruta que había trazado para ese día, ofreciéndome sentarme en los primeros asientos para mantener conmigo una agradable charla, con un marcado acento catalán. Me contó varias curiosidades sobre los sitios a los que iba y me recomendó visitar otros lugares que no estaban dentro de mis planes.

Las vistas de Castellfollit sobre el acantilado eran impresionantes. Formado por una única calle, es uno de los pueblos más pequeños de España. Sus casas y la iglesia están construidas con las rocas volcánicas extraídas de la cantera que hay en el pueblo. Pasé por el ayuntamiento hasta llegar a la iglesia de Sant Salvador, convertida en un centro cultural donde ese día había exposiciones de pintura y fotografía.

Rechazé la idea de subir a la torre del campanario, por el vértigo que sufro. Detrás de la iglesia, se encuentra la plaza Josep Plá, el lugar donde Castelfollit se asoma al precipicio, convertida en un mirador desde donde se puede observar todo el valle que recorre el río Fluvià.

Volví en dirección al pueblo tomando un sendero de piedra que bajaba entre huertos y naturaleza hasta llegar a un puente bajo el que cruza el río y desde el que se puede ver todo el valle y la estampa del pueblo colgado sobre la pared basáltica.

Castellfolit de la Roca

Volví a la parada del autobús. A continuación visitaría uno de los pueblos más bonitos, según dicen, de España: Besalú. Las calles de Besalú, al igual que las de Castelfollit, estaban compuestas de casas de piedra.

Visité la iglesia de San Vicente y seguí caminando hasta la Plaza de San Pere, donde se encuentra el monasterio del mismo nombre. Bajé hasta el Paseo fluvial y me senté a orillas del río a disfrutar de las vistas del puente mientras almorzaba. Los turistas debían estar visitando las entrañas del pueblo porque allí se respiraba calma y tranquilidad.

Después de terminar de almorzar, exploré todos los rincones del paseo. El banco rojo solitario en uno de los senderos me trajo parte de su recuerdo. Visité el Antiguo Molino de Harina y el Portal de Pere III antes de adentrarme nuevamente en el pueblo.

Crucé por la Plaza de la Libertad y volví a las afueras del pueblo, esta vez a La Devesa, para ver el puente desde otro ángulo. Bajé al Miqvé (baños judíos) y la Sinagoga y por último, crucé el Pont Vell hasta la entrada principal del puente fortificado.

Besalú

A medida que iba caminando por el puente e iba dejando el pueblo atrás, más espectacular me parecía. El sol se reflejaba sobre las piedras de las casas, el río Fluvià y el verde de la vegetación y me transportaba a la época de caballeros y princesas medievales.

Decidí volver al pueblo bajando por el sendero que llevaba hacia el río. Lo crucé descalza por las rocas con la ayuda de un chico italiano. Regresé a la parada del bus para hacer una última visita relámpago al Lago Banyoles, recomendado por la conductora, antes de volver a Girona.

Lago Banyoles

Llegué al albergue al anochecer. Avelino y Elena me esperaban. Eran mis compañeros de habitación. Después de una ducha, esa noche compartí con ellos la cena y un rato de charla. Cuando terminé de cenar, salí a caminar sola, sin mapa, por la ciudad, a dejar que la melancolía y la nostalgia de la noche me acogieran.

Volví tarde al albergue. Debía dormir bien ya que el día siguiente se presentaba vertiginoso. A las 9 de la mañana tendría que coger un autobús hasta Cadaqués. Esa mañana compartí desayuno con Avelino y Elena. Fui hacia la estación. El autobús venía con retraso. Parte del trayecto lo pasé durmiendo; me desperté cuando noté el vaivén de las curvas sinuosas. Las vistas que ofrecía el pueblo blanco entre el mar azul y las verdes montañas mereció la pena.

Llegamos a Cadaqués mucho más tarde de lo previsto. Disponía de 5 escasas horas para visitar todo lo que había planificado para ese día. El ajetreo de gente por las calles, el cansancio y la sombra de un recuerdo planeando por mi mente, hizo que no disfrutara nada del pueblo.

Las casas blancas, de tejados rojos y puertas y ventanas azules me recordaron en cierto modo al barrio del Albaicín de Granada por sus calles empedradas, estrechas y empinadas. Caminé intentando no seguir el mapa, huyendo del mundanal ruido provocado por los turistas de fin de semana.

Fue imposible. Subí al punto más alto de Cadaqués, donde se encuentra la iglesia de Santa María, pintada también de blanco. La innumerable fila de personas esperando para hacer una foto de una postal típica del pueblo colmó mi paciencia y decidí seguir hasta la siguiente parada: Portlligat.

Bajé hasta la playa para rodear Cadaqués a través de la orilla del mar. Tomé algunas fotos desde esa parte y pasé por la Casa Serinyana que tiene adornados los balcones y ventanas de unos preciosos azulejos de cerámica azul. Continué hasta la calle de la Miranda, donde comenzaba el camino a pie hasta Portlligat.

Cadaqués

El camino ascendía, divisándose el mar a los lejos, dándome la espalda. Portlligat es una pequeña cala donde se encuentra la Casa Museo de Salvador Dalí, bañada por un mar verde de olivos y el azul del mar Mediterráneo.

Sin haber hecho la reserva de la entrada con antelación era imposible visitarla. Me senté en una ladera junto a las escaleras de la casa a almorzar. Desde allí me entretuve en ver a los turistas entrando a comprar en la tienda del museo o en la tienda de helados, paseando por la orilla de la playa o dando un paseo en barco.

Portlligat

Pregunté en el punto de información cómo llegar hasta el Cap de Creus. El chico me miró sorprendido y me dijo que había 8 km. “Lo sé”, le respondí sonriendo. Le di las gracias y me marché. Continué por donde me había indicado pero no encontraba el camino antiguo de piedra que andaba buscando.

Volví a preguntar y nuevamente las indicaciones que me dio un hombre no fueron las correctas. Me crucé con un coche que se ofreció llevarme, pero lo rechacé ya que mi objetivo era hacerlo a pie. Me dieron ánimos. Continué caminando sin rumbo, hasta encontrarme con una pareja que volvían de bañarse en una cala. Les pregunte si conocían el camino. No lo conocían.

Decidí aventurarme a la suerte y tome el sendero por el que había subido la pareja. Seguí caminando y en un buen rato no vi a nadie. “Me he perdido”, pensé mientras me adentraba en el bosque mediterráneo. De pronto, vi a una mujer que se dirigía en dirección contraria a mí. Le pregunté y me dijo que iba por el camino correcto, que solo debía seguir las indicaciones pintadas en las rocas.

Me quedé más tranquila, aunque no sabía si el tiempo me iba a dar para volver nuevamente a Cadaqués. La ruta, solo de ida, duraba algo más de 2 horas, por lo que no podía pararme mucho a disfrutar del paisaje.

A medio camino, volví a cruzarme con un chico que me preguntó algo en catalán. No lo entendí. Me dijo, en castellano, que si sabía dónde estaba una cala de la que no recuerdo el nombre. No lo sabía. Empezamos a caminar y hablar y sin darnos cuenta, hicimos juntos la mitad de la ruta.

Saoro, que así se llamaba el chico (nos presentamos al despedirnos), era actor de teatro, valenciano, pero en ese momento vivía en Barcelona. Había estudiado en Málaga. Cuando le dije que era de un pueblo de allí, él me preguntó por el nombre. Le respondí que no lo iba a conocer.

Alameda. Saoro conocía Alameda. Me describió detalles de algunos de los rincones del pueblo. La familia de una pareja que tuvo hacía unos años es de Alameda. “El mundo es un pañuelo”, repetí varias veces mientras caminaba. Me parecía increíble encontrarme con alguien al que no conocía de nada, allí en mitad de la nada, y que conociera un diminuto punto en el mapa.

La compañía de Saoro me resultó muy agradable. Compartimos parte del camino y un rato de baño y relax en una de las calas escondidas. Él acamparía y pasaría la noche en una de ellas. Yo me hubiera quedado de no ser porque tenía que volver a Girona.

El paisaje era impresionante. Pasamos por el faro donde había un bar y continuamos hasta el punto más oriental de la Península Ibérica: el Cap de Creus. Desde allí se divisaban cadenas de pequeños montes entre el mar, y al fondo las montañas más altas: el principio de los Pirineos y la frontera francesa.

Tenía menos de 1 hora para volver a Cadaqués a coger el autobús de vuelta a Girona. Me despedí (y me presenté) de Saoro y le deseé un buen viaje. Bajé hasta la carretera. El paisaje me seguía imponiendo cada vez más a medida que iba caminando.

Las nubes que se habían instalado hacía un rato sobre el Cap de Creus, empezaron a oscurecerse y a dejar caer gotas de agua. Sentí una sensación de libertad inexplicable. Abrí los brazos mientras caminaba por mitad de la carretera y dejé que la lluvia me mojara.

A la lluvia se unió el viento y un poco de fatiga. Con el tiempo del que disponía era imposible llegar, a pie, a la hora de salida del bus. Me escoré a un lado de la carretera, sin dejar de caminar mientras subía el dedo pulgar y agitaba la mano. El primer coche que pasó no paró. El segundo sí.

Una familia con sus dos jóvenes hijos me acogieron en su coche y me llevaron hasta Cadaqués. Estaban de vacaciones por la zona. Compartimos impresiones sobre los sitios que habíamos visitado y les recomendé hacer el sendero del Cap de Creus a pie.

Me dejaron en el centro del pueblo y me desearon un buen viaje. Yo les di las gracias infinitamente y también les deseé un buen viaje. Caminé a paso ligero hasta la estación. Mientras volvía a Girona pensé en todo lo mágico que puede llegar a ofrecerte el viajar, pero sobre todo, el viajar solo.

Llegué al albergue y le conté lo sucedido a Avelino y Elena. Ellos también me contaron cómo les fue su día. No solo compartimos ratos de charla sobre el viaje. Hablamos de la macrobiótica, de la espiritualidad, de la alimentación, de la naturaleza… y me dieron muchos y muy buenos consejos. Ese día no cené con ellos.

Fer, mi amiga colombiana a la que conocí en Marsella, que vivía en Girona y que estaba allí esos días de vacaciones, y un amigo, me citaron en el Pont de Pedra. Caminamos por la ciudad mientras me contaban cosas curiosas: debía contar el número de escaleras de la catedral, buscar la bruja que había en su fachada, besarle el culo a la leona… Después de un rato de paseo, Fer volvió a su casa y Axell se ofreció a acompañarme a buscar algo de cenar y a seguir enseñándome la ciudad.

Me llevó al König, el restaurante con las mejores hamburguesas de Girona y subimos en coche a Montjuic, el punto más alto de la ciudad. Allí, a la luz de las estrellas, Axell me habló de su país, Honduras, de su forma de entender la vida, de su trabajo, sobre todo de su trabajo... Yo lo escuchaba, imaginándome la trama de “Los renglones torcidos de Dios” de Torcuato Luca de Tena, pero con unos personajes diferentes.

Empezaba a refrescar. Axell volvió a acompañarme en coche hasta el centro. Me despedí de él, invitándole a venir a Marsella a visitarnos a Fer y a mí. Regresé caminando al albergue, pensando en la valentía y el coraje que le echaba Axell a la vida.

El domingo me desperté con cansancio acumulado. Bajé a desayunar y volví a la habitación. Alargué la hora del despertador mientras remoloneaba en la cama y hablaba con Avelino y Elena. Después de un rato de charla, me despedí de ellos, con la esperanza de que algún día nuestros caminos se volvieran a cruzar.

Ese día visitaría Girona con tranquilidad. Fui primero a la catedral, para aprovechar la entrada gratuita durante la hora de misa. Las escaleras y la fachada me impresionaron aún más que cuando la visité de noche.

Bajé hasta los Baños Árabes, el Museo de Arqueología, la iglesia Sant Pere de Galligants y paseé por todos los jardines y parte de la muralla de esa zona. Volví hasta la Basílica de Sant Feliú y la Lleona, para almorzar un plato vegetariano en el König.

Después, caminé por las estrechas callejuelas del barrio judío hasta encontrar la entrada a la muralla. La recorrí completa, parándome en las diferentes torres y disfrutando de las vistas que ofrecía la ciudad.

Llegué al final de la muralla y paré en una heladería a comprar una granizada. Esta vez caminé a orillas del río Onyar, cruzando todos los puentes (Pont de Pedra, Pont de Peixateries Velles, Pont de Sant Agustí, Pont d´en Gómez y Pont de Sant Feliu) que unen uno y otro lado de la ciudad, con sus casas de colores.

Vistas del río Onyar y casas desde el Pont de Pedra

En ese ir y venir de puentes, fui visitando lo que iba quedando de paso: Rambla de la Llibertat, la iglesia de Sant Martí o el Convento de Sant Domènec, entre otros. El término del Pont de Sant Feliú, volvió a llevarme una vez más a la catedral para volver a admirarla antes de marcharme.

Volví caminando al albergue para coger la maleta e ir hasta la estación de autobuses para esperar un blablacar hasta Marsella, donde llegaría de madrugada. Me despedí del chico de la recepción que me trató muy agradablemente durante los 3 días que estuve allí.

Elena, una chica francesa, la conductora del coche, me llamó para decirme que había tenido un pequeño percance en el trabajo y que saldríamos un poco más tarde. Me senté en un pequeño parque a esperarla. A la hora acordada, volvió a ponerse en contacto conmigo para decirme que tenía que suspender el viaje. La hija de un cliente entró en coma al caer en una piscina y estar a punto de ahogarse. Tuvo que acompañarlos al hospital y a la declaración de la policía ya que la familia no hablaba español.

Le comenté a Elena que yo debía viajar ese día a Marsella, ya que había dejado el albergue y no tenía donde dormir esa noche. No me importaba la hora de salida, pero tenía que regresar. Sin conocerla de nada, me ofreció acogerme en su casa. Otro couchsurfing más durante esta experiencia; esta vez de improviso.

Me di una ducha y cené algo que compré en el supermercado. Me fui pronto a dormir. A las 6 de la mañana saldríamos para Marsella. Me pasé dormida casi todo el viaje. Sobre las 11 de la mañana las escaleras de la Gare Saint Charles me recibían con la ida y venida de los pasajeros a la estación.

Dice un dicho gerundense que "sólo podrás volver a Girona si has dado un beso al culo de la leona". Yo no le di el beso. Quién sabe si algún día volveré a Girona. Solo sé que ya estuve allí.


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