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VÁMONOS PA´L SUR


“… De la estación de Francia ya sale el tren…”

“…Te hubiera dado más de lo que me robas le dije al norte cuando me fui pa'l sur…”

(Joaquín Sabina)

Un autobús a medianoche me esperaba en la estación de Toulouse rumbo a Barcelona donde tenía que coger un blablacar hasta mi pueblo. Irene, la conductora, y Chiqui, su amigo y acompañante, me hicieron ameno el viaje de casi 12 horas en coche escuchando, casualmente, muchas canciones pertenecientes a la banda sonora de mi vida, en el mp3 y en la voz de ésta, que según me contó, cantaba en una coral.

Los dos, andaluces como yo, habían emigrado hacía mucho tiempo a Cataluña, pero seguían teniendo el arte que tenemos la gente del sur. Tras varias cabezadas, con algún testarazo incluido sobre las ventanillas del coche, y varias paradas en estaciones de servicio para repostar o comprar algo, llegué a Alameda a las 5 y media de la tarde.

Encontré mi casa extraña; es algo que suele ocurrirme cuando paso varios días fuera de ella. Mi gata Candelita me encontró extraña a mí y estuvo varios días desaparecida. Después de charlar un rato con mi madre, me dormí una siesta. No fui muy consciente de ello, pero eran mis primeras vacaciones de verano en 10 años y las iba a pasar en mi pueblo, con mi gente. Me resultaba muy raro.

Cuando me desperté, me fui con mis padres a la Amarguilla a echarle de comer a los animales. Mientras la mayoría de la gente estaba de domingo de feria en la Placeta, yo salí a caminar al campo, necesitaba contacto con la naturaleza.

El lunes por la tarde, fui a la Camorra con mi amigo Ismael y mi primo Ángel. Subimos por el Sotillo, por las piedras. El rato de charla y de risas estaba más que asegurado. Llegamos a la Cruz, donde nos hicimos unas fotos y después continuamos hasta el Mirador. Desde estos dos lugares las vistas de Alameda y los alrededores son impresionantes.

Empezaba a anochecer. Mientras bajábamos por el camino hasta el Camorrillo, nos encontramos con una mujer que nos pidió que le hiciéramos una foto. Por el acento deducimos que no era española. Angélica, chilena y arquitecta jubilada, era la suegra de Isidro, un chico del pueblo, que había comenzado su sueño de viajar por el mundo.

Compartimos un agradable rato de charla con ella hasta llegar al pueblo. Nos habló de las ciudades que había visitado y de las que iba a visitar (casualmente, alguna de ellas ya las conocía yo), de Chile, de cultura, de política, de historia, de su forma tan espiritual de ver la vida…”Te la han puesto en el camino”, me dijo mi amigo Ismael. Guardo muy gratos recuerdos de ese momento compartido y ojalá algún día pueda ir a visitar a Angélica a Santiago de Chile.

Los siguientes días los seguí compartiendo con mis amigos y mi familia. Fui, varios años después, a la piscina de Padilla (la piscina de mi infancia y de la que guardo muchos recuerdos); hicimos una cena-tapeo (que tanto echaba de menos) en mi casa; anduve hasta el río con mi amigo Ismael mientras nos contábamos nuestros chismes, cosa que nos sirve de terapia; visité a mi abuela; fui a la playa con Rosa y Ana, y las anécdotas y las risas de ese día y las de siempre, seguían intactas y eso me alegraba mucho; hice mi primera ruta senderista nocturna en la que coincidí con gente (Sara, Puri, Irene, Carmen, Salva, María, Christian...) a la que sigo apreciando aunque no me sienta parte de mi pueblo; volví al Blues, el pub que me gustaba frecuentar para compartir ratos de charla y música con los amigos, y que poco había cambiado cuando seguíamos apurando la noche hasta la hora de cerrar y seguir encontrándonos con personajes surrealistas salidos de “Amanece que no es poco” o cualquier película de Almodóvar, como Emilio, el hombre que le da de beber cerveza a su perra…

El domingo por la mañana, mi primo Ángel y yo cogimos un tren para ir a Málaga a reunirnos con nuestro amigo Guachu y pasar unos días en su piso. Llegamos justo para soltar las mochilas e ir al muelle a coger el autobús hasta Maro. Después de una anécdota ocurrida unos años atrás, era la primera vez que visitaba el pueblo y la playa de Maro con él. También era la primera vez que coincidíamos los tres y, estos días se antojaban curiosos, rodeada de un crítico de cine y pintura y un amante de la literatura.

Maro me seguía pareciendo un pequeño paraíso escondido entre Málaga y Granada, pero lejos de aquella playa solitaria y salvaje que conocí hace unos años atrás gracias a mi primo Jose Manuel, llegando a convertirse en otra playa masificada y dominguera por el boca a boca de la gente.

Llegamos al anochecer a Málaga y nos fuimos a cenar a un restaurante chino para cumplir el deseo de Guachu. Volvimos al piso donde la película “Amores perros”, recomendada por éste, hizo estragos en mí y mi primo, así que nos fuimos a dormir pronto.

El lunes por la mañana, nos fuimos a visitar el “Mural” de Jackson Pollock al Museo Picasso, una obra llena de colorido y energía, pintada a simple vista de manera aleatoria, como si un niño se hubiese entretenido en coger los botes de pinturas y derramarlos por doquier. Pero detrás de todo eso había una cuidadísima técnica, la cual aprendió por la influencia de los muralistas mexicanos, sobre todo, de Siqueiros.

"Mural" de Jackson Polock en el Museo Picasso

A la salida de la sala, eché en falta mi cámara de fotos. La había perdido. No era la primera cosa que perdía desde que empecé el voluntariado; ni la última. Tratando de recordar cómo había sido, de pronto mi amigo Guachu se dio cuenta de que uno de los porteros de seguridad la tenía en la mano. Después de consultar a un superior, me la devolvieron. El día se presentó con suerte.

Llegó la hora del almuerzo y nos fuimos hasta el centro a buscar un restaurante vegetariano, para complacer mi deseo esta vez. No encontramos abierto ninguno de los que conocíamos, así que decidimos guiarnos por las recomendaciones del Google Maps. Finalmente, comimos en un “Noodles” mientras escuchábamos de fondo las canciones de la típica charanga de la feria de día de Málaga, que estaba tocando en uno de los balcones de la calle. Salimos de comer y nos paramos un rato a verlos.

Después, continuamos caminando nuevamente por las calles del centro hasta el Muelle Uno, para visitar el Centro Pompidou. El precio de todas las entradas que debía pagar en los museos, más los gastos de esos días de vacaciones, sumados al viaje de ida y vuelta, me hicieron dejar la ocasión para la próxima vez que visitara la ciudad.

Sin embargo, Guachu decidió tomar un café y pasar por la tienda del museo para comprar algo. Pidió la tarjeta de permiso de entrada a la cafetería y después de tomarse el café, nos fuimos hasta la tienda. Mientras él se dirigía hacia allí, mi primo y yo nos entretuvimos en el pasillo de entrada del museo haciendo fotos. Dejándome llevar por él, bajamos al fondo y decidimos entrar a la sala. Nadie se percató de nada.

Centre Pompidou de Málaga

Visitamos la sala de la exposición de “Retratos”, entre un cierto nerviosismo, sobre todo por mi parte, por si las cámaras estaban grabando y porque los de seguridad no paraban de hablarse por el pinganillo. Mientras Guachu compraba en la tienda nosotros admirábamos el “Autorretrato de mujer con sombrero” de Picasso, “Dimanche” de Chagall o “Autorretrato” de Frida Kahlo, entre otros.

Después de un buen rato, algo más de media hora, decidimos salir porque Guachu nos estaría echando en falta, pensábamos mi primo y yo entre risas. Lo llamé por teléfono y estaba esperándonos en la salida leyendo un libro que había comprado sobre la biografía de Picasso. Ya no podía volver a entrar, así que decidimos irnos.

Volvimos al centro de la ciudad por el Paseo del Parque y pasamos por la Alcazaba y el Teatro Romano. Aquel día Málaga no me parecía tan poco atractiva, que era como la veía siempre, y pensé en darle una oportunidad para conocerla más a fondo en alguna futura ocasión. Quizás el hecho de empezar a viajar me esté cambiando la perspectiva con la que miro ciertas cosas.

Fuimos al "Pimpi" a tomarnos una botella de vino dulce para despedir esos dos días. La tarde se nubló y empezaron a caer unas gotas. Con el tiempo de vuelta cerca, caminamos hasta el piso pasando por la catedral, aprovechando que había misa para entrar a visitarla.

Catedral de Málaga

Cogimos las mochilas y nos despedimos de Guachu, que se quedaría unos días más y al que prometimos volver a hacerle una nueva visita cuando yo regrese de Marsella, e ir a los museos que nos quedaron por ver.

Nos fuimos andando hasta la estación de tren. Llegamos con solo unos minutos de antelación y con la sorpresa de que todos los billetes para Antequera estaban agotados ese día por la feria y que el próximo tren no salía hasta la mañana siguiente. Tampoco había autobús. La única opción que teníamos era volver al piso de Guachu. Lo llamé por teléfono para contarle lo ocurrido y seguramente se alegro de que volviéramos a hacerle compañía por unas horas más.

Cenamos y esperé la visita de mi amigo Cisco, al que hacía mucho tiempo que no veía y de su novia María, a la que tuve la oportunidad de conocer. Después de un rato de charla, nos animaron a acompañarlos al real de la feria, pero los chicos desistieron de la idea. Mi deseo de comer churros con chocolate se desvaneció. Era muy difícil encontrar una churrería en el centro de Málaga, a no ser que fuera en la feria.

Tomamos la alternativa de salir a caminar por la noche y subir al Castillo de Gibralfaro. Guachu no estaba muy convencido, pero al final conseguimos arrastrarlo. Mereció la pena. La calma y la paz que se respiraba desde allí nos alejaban de todo el ruido de la feria. Las vistas de la ciudad eran maravillosas.

Vistas nocturnas de Málaga desde el Castillo de Gibralfaro

Bajamos para buscar algo dulce de comer antes de volver al piso. Lo único que encontramos abierto fue un Burguer King, donde compramos un helado. Nos sentamos en la Alameda Principal, junto a la estatua del Marqués de Larios a comérnoslo mientras Guachu pensaba en el taxi de vuelta. Volvimos andando, como piden todas las noches, las negras noches.

Al día siguiente regresamos a Alameda. Nos volvimos a encontrar en el autobús al matrimonio de mi pueblo que nos cruzamos el día anterior por las calles de Málaga.

Mientras tanto, en el camino de vuelta, pensaba que las pequeñas cosas son las que nos identifican como una persona en particular y son las que nos hacen propios de un lugar por mucho tiempo que llevemos fuera: el detalle de mi padre de comprarme coco o “alcatrufas” en la feria, el cariño que me tienen y que les tengo a David y a José María el Perote, las anécdotas entre amigos, los personajes singulares del pueblo, los lugares frecuentados, la comida de mi madre, la historia de ese matrimonio y de otras tantas personas… todo ello y yo junto a todo, somos Alameda, Andalucía, el Sur.


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